El panorama no podía ser peor. El 15 de abril de 1815 había caído el director supremo Carlos María de Alvear cuando un ejército porteño, que marchaba a reprimir a José Gervasio Artigas, se amotinó en Fontezuelas. Esto dio impulso al caudillo oriental, que hacía malabares para arreglárselas solo combatiendo a los porteños y a los portugueses que invadirían la Banda Oriental, a declarar la independencia el 29 de junio en los territorios que dominaba en el litoral y en la propia Banda Oriental.
En Europa había caído Napoleón y las monarquías absolutistas habían vuelto con todo. El monarca español Fernando VII, con la sangre en el ojo, soñaba con una venganza ejemplar: planeaba enviar a un ejército a América para escarmentar a aquellos que soñaban con ser libres e independientes.
José de San Martín, gobernador de Cuyo desde 1814, insistía en lo mismo: que debíamos declarar la independencia. No podía cruzar Los Andes al mando de un ejército insurgente.
A Buenos Aires se la estaban haciendo pagar. En el interior rechazaban sus políticas y sus manejos centralistas, y tenía a Córdoba como principal opositor, aunque jugaba a dos puntas: se entendía con Artigas pero también mandaría diputados al Congreso.
En el terreno de las armas estábamos mal: el 29 de noviembre de 1815 habíamos sido derrotados en Sipe Sipe y perdíamos definitivamente el Alto Perú. La única barrera de contención contra el invasor español era Martín Miguel de Güemes y sus infernales.
Viendo en retrospectiva, todo lo que se había avanzado a partir del 25 de mayo de 1810 se estaba perdiendo.
En ese panorama, el director supremo provisorio Ignacio Alvarez Thomas convocó a un congreso, y Buenos Aires mandó una señal a las provincias: se haría bien en el interior, en Tucumán, donde se respiraba y se vivía la guerra día a día.
Sería en la casa que doña Francisca Bazán de Laguna había recibido como dote al casarse. Allí, sobre la calle del Rey, había establecido su cuartel el propio Manuel Belgrano cuatro años atrás.
Construida por 1760, era una residencia señorial. Del zaguán de entrada se pasaba a dos ambientes; luego, se accedía a un primer patio, rodeado de las habitaciones que ocupaban la familia, y que incluían la sala y el comedor. Después de traspasar tres salones, se llegaba a un segundo patio con las dependencias para el personal de servicio, la cocina, el pozo de agua, las letrinas y al fondo había una huerta.
Después de la batalla de Tucumán, en septiembre de 1812, el gobierno se la alquiló a Juan Venancio Laguna, uno de los hijos de Francisca, viuda desde 1806. Fue alojamiento de tropa, almacén de guerra y aduana. Los Laguna vivían en otra vivienda muy cerca de allí.
Para las sesiones, hubo que tirar abajo una pared para armar un ambiente bien amplio. Se repararon techos y se hicieron letrinas. Esos trabajos comenzaron en febrero de 1816. Se pintó el frente con cal y las puertas y ventanas de azul prusiano. “Es un orgullo para mí que todo esto esté pasando en mi casa”, repetía la dueña. El 24 de marzo de 1816 el Congreso de Tucumán comenzaba a funcionar con la llegada de los diputados, muchos alojados en casas de familia.
José de San Martín, como gobernador de Cuyo, presionó para que el Congreso declarase la independencia.
En esa casa histórica se declaró la independencia el martes 9 de julio de 1816 a las tres de la tarde. A escasos kilómetros estaba asentado un poderoso ejército español, que solo sería frenado por la guerra de guerrillas de Güemes, ya que el Ejército del Norte sería destinado a combatir a los caudillos federales del litoral.
Todo terminó al día siguiente con un gran baile, en el mismo patio de la casa, brindado por el gobernador Bernabé Aráoz. Allí Belgrano arengó con vehemencia a los presentes, prometiendo la fundación de un gran imperio en América meridional, gobernado por los descendientes de la familia imperial de los incas. En uno de estos festejos, el creador de la bandera conoció a la bella Dolores Helguero, con quien tendría una hija, Manuela Mónica.
Declarada la independencia, una catarata de temas esperaban ser resueltos: forma de gobierno a adoptar, una constitución, recursos para sostener la guerra; organización del sistema militar; apertura de puertos; ordenar la administración pública; establecer una nueva casa de moneda en Córdoba, a pedido de esa provincia; demarcación del territorio y fundación de pueblos y villas; el reparto de terrenos baldíos; venta de tierras e inmuebles a beneficio de la agricultura y aumento de los fondos del Estado y atender cuestiones referidas a la educación, ciencias y artes, minería, agricultura, dirección, y habilitación de caminos.
Cuando llegó el momento de nombrar un jefe para el Poder Ejecutivo Juan Martín de Pueyrredón, diputado por San Luis, obtuvo la mayoría de votos.
Belgrano, que había llegado a la capital tucumana el 5 de julio, les relató a los congresistas las novedades políticas recogidas del viaje que había hecho a Europa. Dijo que el fracaso de las repúblicas allí había abierto la puerta nuevamente a los reyes. Aconsejó implementar una monarquía americana “atemperada”, y que el monarca surgiera de la dinastía de los Incas, que habían sido desplazados por los españoles 300 años atrás. “Yo hablé, me exalté, lloré e hice llorar a todos al considerar la situación infeliz del país. Les hablé de la monarquía constitucional con la representación soberana de la Casa de los Incas: todos aceptaron la idea”, cuenta en su autobiografía.
El 12 de julio el congresista Acevedo propuso incluir en los debates la iniciativa de Belgrano, y solicitó designar a Cuzco como la capital de ese reino. El diputado Gazcón sugirió que fuese Buenos Aires, mientras que Anchorena, diputado por Buenos Aires, se inclinó por la federación de provincias como forma de gobierno.
Se buscaba la adhesión de la numerosa población indígena del norte y además se especulaba que un rey inca provocaría la deserción automática de los naturales que habían sido reclutados a la fuerza en el ejército español. Y de paso se pretendía debilitar a Artigas, ya que contaba con muchos aborígenes entre sus filas.
Estos festejaron a lo grande, ya que por fin estas tierras serían gobernadas por uno de los suyos. “Los indios están como electrizados por este nuevo proyecto y se juntan en grupos bajo la bandera del sol. Están armándose y se cree que pronto se formará un ejército en el Alto Perú, de Quito a Potosí, Lima y Cuzco”, escribió en sus memorias el sueco Adam Graaner, testigo de las deliberaciones del congreso.
Cuando el Congreso se trasladó a Buenos Aires a comienzos de 1817, este proyecto perdió fuerza, así como la agenda de temas. Anchorena confesaría años más tarde que “nos quedamos atónitos por lo ridículo y extravagante de esa idea (…) Tuvimos por entonces a callar y disimular el sumo desprecio con que mirábamos tan pensamiento”. Manifestó su oposición a erigir, con una frase tremenda: “A un monarca de la casta de los chocolates, cuya persona, si existía, probablemente tendríamos que sacarla borracha y cubierta de andrajos de alguna chichería…”.
El que más se lamentó fue el propio Belgrano, que decía que se habían conformado con declarar la independencia, y que faltó una constitución que terminase con el caos y las arbitrariedades.
Pasaron 207 años y no se sabe dónde está el acta original de la independencia. Se la redactó el 8 de julio de 1816, tomando como modelo la norteamericana y se la votó al día siguiente. ¿Quiénes participaron de la redacción? Posiblemente los diputados Juan José Paso y José Serrano, secretarios del Congreso. Se tomó como modelo la norteamericana, ya que no había muchas experiencias en el mundo en ese sentido.
El acta dice: “En la benemérita y muy digna ciudad de San Miguel de Tucumán, a nueve días del mes de julio de mil ochocientos diez y seis: terminada la sesión ordinaria, el Congreso de las Provincias Unidas continuó sus anteriores discusiones sobre el grande, augusto y sagrado objeto de la independencia de los pueblos que lo forman. Era universal, constante y decidido el clamor del territorio por su emancipación solemne del poder despótico de los reyes de España; los representantes sin embargo consagraron a tan arduo asunto toda la profundidad de sus talentos, la rectitud de sus intenciones e interés que demanda la sanción de la suerte suya, pueblos representados y posteridad. A su término fueron preguntados si quieren que las provincias de la Unión fuese una nación libre e independiente de los reyes de España y su metrópoli. Aclamaron primeramente llenos de santo ardor de la justicia, y uno a uno reiteraron sucesivamente su unánime y espontáneo decidido voto por la independencia del país, fijando en su virtud la determinación siguiente:
Nos, los representantes de las Provincias Unidas en Sud América, reunidos en Congreso General, invocando al Eterno que preside al universo, en el nombre y por la autoridad de los pueblos que representamos, protestando al Cielo, a las naciones y hombres todos del globo la justicia que regla nuestros votos; declaramos solemnemente a la faz de la tierra, que es voluntad unánime e indubitable de estas provincias romper los violentos vínculos que las ligaban a los reyes de España, recuperar los derechos de que fueron despojadas, e investirse del alto carácter de una nación libre e independiente del rey Fernando VII, sus sucesores y metrópoli; quedar en consecuencia de hecho y de derecho con amplio y pleno poder para darse las formas que exija la justicia, e impere el cúmulo de sus actuales circunstancias. Todas y cada una de ellas así lo publican, declaran y ratifican, comprometiéndose por nuestro medio al cumplimiento y sostén de esta su voluntad, bajo del seguro y garantía de sus vidas, haberes y fama. Comuníquese a quienes corresponda para su publicación, y en obsequio del respeto que se debe a las naciones, detállense en un manifiesto los gravísimos fundamentos impulsivos de esta solemne declaración. Dada en la Sala de sesiones, firmada de nuestra mano, sellada con el sello del Congreso y refrendada por nuestros diputados secretarios.
El original del acta está perdida. Se hicieron copias en quechua y en aymará para la población indígena del norte.
En la sesión secreta del 19 de julio, a pedido del diputado por Buenos Aires Medrano, se agregó “y de toda dominación extranjera” a la frase “del rey Fernando VII, sus sucesores y metrópoli”. El 21 los congresales juraron la independencia y en Buenos Aires se haría el 13 de septiembre, en medio de sendos homenajes y festejos.
El 13 de agosto, el director supremo Pueyrredón dispuso imprimir 1500 copias del acta para ser distribuidas en todo el territorio; y por moción del diputado Serrano se hicieron 500 copias en quechua y otras tantas en aimara, las que se enviaron al noroeste del país.
¿En qué momento se perdió de vista dicho documento? Se ignora si fue en 1816 cuando se la envió con Cayetano Grimau y Gálvez, un joven oficial de 21 años a Buenos Aires, o en la época en la que gobernaba Juan Manuel de Rosas o posiblemente en las décadas posteriores. Quién sabe.
En 1817 los Laguna, con el congreso trasladado a Buenos Aires, regresaron a habitar la casa y continuaron alquilando los ambientes que daban a la calle. En 1874 una bisnieta de Francisca la vendió al Estado y comenzó su ruina.
Con el propósito de conmover al Estado, los Laguna contrataron al fotógrafo Angel Paganelli para que registrase el deterioro de la vivienda. Se ven el frente y unos de los patios. No hubo caso. Primero se demolió su frente y las habitaciones del ala derecha del primer patio.
Fue por gestión del presidente tucumano Nicolás Avellaneda que se la adquirió. La casa fue sede de juzgado, del correo y telégrafo. Para 1880 el deterioro era preocupante, aún del recinto histórico. Resultó más sencillo desocuparla y abandonarla en 1896. Roca, otro tucumano, ordenó construir un templete para preservar el salón y el resto fue demolido.
En 1941 el arquitecto Mario Buschiazzo, la reconstruyó gracias a las fotografías, los planos que pudo hallar y la ubicación de los cimientos originales. Consiguieron aberturas, rejas, baldosas, ladrillos y tejas de la época y en 1943 fue inaugurada esa casa, la de doña Francisca Bazán de Laguna, la que se había alegrado de que todo hubiera pasado allí.
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