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Historia de un naufragio, una misteriosa desaparición y un regreso inesperado

La protagonizó un reconocido dirigente político neuquino en 1929 cuando todavía era un adolescente. Miedos y destinos, entre Zapala y el Medio Oriente.

Por Mario Cippitelli – cippitellim@lmneuquen.com.ar

El Principessa Mafalda era por aquel entonces un barco italiano moderno que había sido construido en 1908 y tenía la capacidad de unir Europa con Argentina en tan solo dos semanas. Todos hablaban de esa hermosa nave que cada tanto aparecía en los muelles de Buenos Aires y de otras capitales de Sudamérica y que reemplazaba a una similar que se había hundido un año antes el mismo día que la botaron, por un error de diseño.

Pese al perfeccionamiento en la construcción de este nuevo barco, la tragedia ocurrió nuevamente, pero durante un viaje a Río de Janeiro y con 1.200 personas a bordo.

La noche del 25 de octubre de 1927 la embarcación naufragó poco antes de llegar a Brasil por un desperfecto en las máquinas. Varias naves acudieron a su auxilio, pero apenas lograron rescatar a poco menos de la mitad de los pasajeros. Fue una tragedia similar a la ocurrida con el Titanic. El mundo quedó nuevamente impactado con esa noticia. Indudablemente, los barcos no eran el medio más seguro para viajar.

Dos años después de aquel desastre, Elías Sapag cursaba la carrera de leyes en la Universidad de Beirut. Había llegado a Neuquén junto a sus padres en 1913 -10 años después que lo hiciera su abuelo Habib- y la familia se había asentado en la localidad de Zapala para realizar distinto tipo de emprendimientos comerciales.

Durante muchos años, el Líbano sufrió la ocupación del Imperio Turco Otomano.

Los Sapag tenían sus raíces en un pueblo llamado Mayrouba, de religión cristiano-maronita, perteneciente a la provincia de Keserwan, en inmediaciones de Beirut, donde durante años se dedicaron al comercio y a la construcción.

Una gigantesca plaga de langostas africanas, en 1912 que arrasó las plantaciones de la región y el comienzo de la Primera Guerra Mundial en la que el Imperio Turco Otomano endureció la mano para gobernar el Líbano, fueron los motivos que provocaron lo que se denominó “La gran diáspora”.

Desde fines del siglo XIX y principios del XX, más de 600.000 habitantes del 1.500.000 que componía la población migraron hacia distintas partes del mundo. Muchos de ellos llegaron a la Argentina y un numeroso grupo lo hizo a Neuquén, como los Sapag.

Para poder salir de su país, los libaneses viajaron con pasaporte del Imperio Turco Otomano, igual que los sirios. Por este motivo fue que a su llegada al continente fueron bautizados como “turcos”, toda una afrenta, teniendo en cuenta que sus territorios estaban dominados por aquel imperio.

En tierras neuquinas los Sapag se dedicaron al comercio. Su primer asentamiento fue en proximidades de Picún Leufú, luego se fueron a la recién fundada capital del territorio, posteriormente a Covunco y finalmente se establecieron en Zapala.

En esta pequeña localidad Elías pasó siete años de su infancia y todo hacía parecer que en ese paraje inhóspito se criaría ayudando a su familia, aprendiendo el oficio de los ganaderos o dedicándose al comercio, como tantos inmigrantes que habían llegado a esas tierras. Pero el orden político mundial volvería a cambiar su vida.

El fin de la Primera Guerra y el derrumbe del Imperio Turco Otomano motivaron a sus padres a pensar que las tierras de origen podrían ser un buen lugar para que el pequeño se capacitara y recibiera una buena educación, teniendo en cuenta la poca oferta académica que había en ese entonces en la Patagonia.

Elías en el Líbano, junto a su abuelo Habib y su tío Eshaía.

Así fue que cuando tenía 9 años, Elías regresó al Líbano junto a su abuelo Habib para emprender una nueva vida. Y una vez más sufrió el destierro. Dejó el campo y los animales que tanto le gustaban, igual que los paisajes patagónicos tan mágicos como imponentes y se despidió de sus padres con una gran tristeza, tratando de cumplir el mandato que le habían encomendado: estudiar y capacitarse.

El Collège Saint Joseph en Antoura, la escuela francesa más antigua de Oriente Medio, Elías completó el período primario y secundario. Allí aprendió a hablar el árabe y el francés.

La prestigiosa institución, creada por sacerdotes lazaristas en 1834, era realmente el lugar ideal donde Elías podía capacitarse, para luego continuar con la carrera de leyes en la Universidad de Beirut.

Con dedicación y entusiasmo, el joven Sapag avanzaba en sus estudios y soñaba con convertirse finalmente en un prestigioso abogado. El esfuerzo de su padre y la motivación de su abuelo habían dado realmente buenos resultados, por lo que cuestión de hacer un poco más de sacrificio para recibir ese título tan ansiado.

Sin embargo, el destino tenía otros planes para el aplicado estudiante.

La Gran Depresión de 1929 generó un crack en la economía mundial y provocó que se desplomaran los mercados de materias primas internacionales, entre ellas la lana, producto que Canaán comercializaba en la Patagonia y que constituía su principal fuente de ingresos.

Sin mayores herramientas para sobrevivir, ese mismo año el patriarca le envió una carta a su hijo para que regresara a Zapala y lo ayudara a mantener la familia, en un intento desesperado por salir adelante. Después de todo, el joven había recibido la educación necesaria, por más que hubiera tenido que interrumpir sus estudios universitarios.

“Necesito que venga urgente y nos ayude”, fueron las palabras de Canaán.

Elías, en su juventud.

Elías leyó la carta de su padre y quedó apesadumbrado no sólo por las malas nuevas que llegaban de la Patagonia, sino porque además, su regreso pondría fin al proyecto universitario con el que tanto se había ilusionado. Como si fuera poco, su partida también significaba un corte a una relación amorosa que había comenzado con una joven llamada Carmela y a quien quería mucho.

Pero los mandatos eran muy fuertes y así como su familia había tenido tanta generosidad para que pudiera recibir una adecuada educación, ahora le tocaba a él retribuir ese gesto a sus padres. No sabía cómo, pero tenía que volver.

Con profunda tristeza, Elías envió una carta confirmando que se tomaría un barco y que llegaría la Patagonia en una fecha determinada. Si bien se trataba de un viaje largo, las nuevas y modernas embarcaciones hacían que las distancias se acortaran mucho más. Era cuestión de esperar como mucho tres semanas para volver a pisar tierras neuquinas.

Lo que no contaba el joven Sapag es que su querida novia había entrado en un profundo pozo depresivo, al enterarse de la partida de su amado. Carmela no paraba de llorar y su situación emocional era tan precaria que la familia había comenzado a preocuparse por su salud.

“Tienes que concederme un favor. No te vayas ahora. Quédate un poco más hasta que Carmela asimile este golpe tan duro”, le suplicó el padre. Elías dudó, pero finalmente lo aceptó. Después de todo, él también estaba afectado con esa separación y le vendría bien estar un poco más al lado de ella. Tendría tiempo de planificar algún eventual regreso al Líbano para reencontrarse con su novia o hallar alguna forma de mantener la relación, aunque la situación económica fuera difícil y las distancias que los separaban, tan largas.

Nazira y Canaán, los padres de Elías.

Mientras tanto, en Zapala, la familia Sapag estaba ansiosa por la llegada de aquel joven que se había ido con tan solo 9 años y ahora se había convertido en un adulto con la instrucción necesaria para enfrentar la vida y la capacidad suficiente para ayudar al clan que ya había echado raíces en Neuquén. Para ese entonces, Canaán y su esposa Nazira Jalil tenían 6 hijos más.

“Debería llegar la semana que viene a más tardar”, comentaban con ansiedad en el entorno familiar.

El regreso de Elías era por ese entonces lo más esperado y era prácticamente el único tema de conversación alrededor de la mesa que unía a los Sapag cada mediodía y cada noche en su casa de Zapala.

La expectativa crecía a medida a medida que pasaban los días hasta que finalmente llegó la fecha aproximada que había dado el joven a su familia. Pero Elías no apareció.

“Tal vez se haya demorado un poco”, le dijo Canaán a su esposa, para tranquilizarla. “Seguramente la próxima semana estará acá”, intentó convencerla, tratando de esconder su propia preocupación.

Pero la semana se cumplió y las cosas no cambiaron. Y tampoco hubo novedades en las siguientes. ¿Qué había sido de la vida de Elías? ¿Dónde estaba? Era un verdadero misterio.

En el pueblo, todos se habían enterado del tan esperado regreso del joven Sapag y a medida que pasaban los días y no había noticias de él comenzaron a tejerse numerosas especulaciones.

El hundimiento del Principessa Mafalda tuvo un fuerte impacto en todo el mundo.

“Le mandó una carta a su padre confirmándole que llegaría. Si no vino es porque algo le pasó”, eran los comentarios que hacían los vecinos cada vez que veían a Canaán caminando apesadumbrado, o a Nazira, con esos gestos de tristeza imposibles de esconder.

¿Pero qué era lo grave que podía haberle pasado a un joven que estaba viviendo en el Líbano y lo único que tenía que hacer era tomarse un barco para regresar a América? ¡El barco…!

Nadie sabe bien cómo fue que comenzó a correr el rumor, pero en el pueblo todos recordaron el trágico naufrago del Principessa Mafalda, dos años antes, y los desastres navales que habían ocurrido en los últimos años, incluido el del Titanic. “Seguramente el barco se hundió”, conjeturaban.

Sólo algunos sostenían que si hubiese ocurrido una tragedia de esas características, tendría que haberse conocido a través de los diarios, pero sabían que también era posible que Elías hubiese tomado una embarcación menor cuyo hundimiento no tendría demasiado impacto en la opinión pública. Además, en aquella época las comunicaciones eran muy pobres y las noticias tardaban en llegar, especialmente de un continente al otro.

El rumor finalmente llegó al hogar de los Sapag, que también se imaginaron la posibilidad de un accidente, aunque ni siquiera se animaban a hablar del tema.

Sin embargo, con el correr de los días, la familia terminó resignándose a las pocas evidencias que tenían: Elías dijo que llegaría tal fecha y no lo hizo. Nunca mandó otra carta. Había pasado mucho tiempo. Tal vez naufragó el barco que lo transportaba o sufrió una grave enfermedad, mientras viajaba. Lo más probable era que hubiera muerto.

Sin más esperanzas de encontrarlo, cierto día se realizó una ceremonia para despedir al hijo que nunca había regresado. Fue una suerte de velorio, sin el cuerpo presente, pero con la lógica tristeza que se siente en este tipo de situaciones. Hubo sentidas oraciones, palabras de despedida, elogios al niño que había dejado su tierra para capacitarse en el Líbano. Luego la vida continuó.

Canaán siguió trabajando y tratando de revertir la crisis económica que cada vez lo golpeaba con más fuerza y Nazira vistió el luto de rigor, atendiendo a su numerosa familia, con el corazón destrozado. Intentaba no demostrar delante de sus hijos más chicos la enorme pena que tenía y cuando las lágrimas eran inevitables, buscaba la soledad para llorar y descargar su angustia.

Todos los días la mujer se levantaba temprano para barrer la vereda y miraba la estación del tren que estaba frente a su casa, con la esperanza de su hijo apareciera. Era cuestión de que la locomotora se hiciera presente para que ella dejara de hacer sus quehaceres rutinarios y se asomara para ver quién se bajaba. Luego retomaba su tarea, resignada, al ver que entre la muchedumbre no había nadie parecido a Elías.

Elías, en la Argentina.

No se sabe bien cuánto tiempo transcurrió desde aquella ceremonia triste de despedida, pero un día, mientras Nazira cumplía con su rutina de ama de casa escuchó -como tantas veces- el silbato del tren que llegaba a Zapala y salió para ver a los pasajeros que arribaban a la estación.

Observó con detenimiento una y otra vez hasta que notó que entre los viajeros que descendían de los vagones sobresalía un joven, muy bien vestido, con un impecable traje oscuro y un sombrero al tono, que apenas la vio, abrió los brazos y le regaló una sonrisa emocionada. ¡Era Elías que había regresado y estaba vivo! Nazira se desmayó.

La inesperada noticia comenzó rápidamente a correr por el pueblo. Que el barco no se había hundido, que no había pasado nada grave, que cómo podía ser, que seguramente era un milagro… ¡que el chico no había muerto!

Recuperada de la emoción, la familia celebró la buena nueva como si se tratara del nacimiento de un nuevo hijo. Y durante varios días escuchó de boca de Elías las noticias de los parientes que habían quedado en el Líbano, de la experiencia que vivió cursando sus estudios y hasta del amor trunco que había dejado en aquellas tierras lejanas y que motivó la demora de su regreso y todas las trágicas especulaciones.

Poco tiempo después, el joven Sapag se puso a disposición de su padre para afrontar de la mejor manera la crisis económica que estaba golpeando a todo el mundo con fuerza.

Comenzaría una nueva vida en la Patagonia con una carnicería en Zapala y otra sucursal en un lugar cercano a Plaza Huincul que se llamaba “Pueblo Nuevo” y que luego sería bautizado como Cutral Co. Allí formaría su propia familia, con Alma, una joven que conoció y con quien tendría 8 hijos.

Elías y Felipe Sapag.

La irrupción en la vida política llegaría en muy poco tiempo, en ese mismo terruño, como presidente de la Comisión Municipal y sería el inicio de una larga carrera que protagonizaría junto a su carismático e inseparable hermano Felipe.

El resto –se sabe- es historia conocida.

Especial agradecimiento al doctor Jorge Sapag por su colaboración para el presente informe


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