Yaya, abuelita, no te abandonamos
Hoy cuando vi la piedra, por un instante sentí algo, quizá la despedida que nunca pude tener.
Por Matias AnticoFecha de publicación: 17 de Agosto 2021, 13:16hs
La piedra la llevó mi vieja y la dejó debajo del mástil de Plaza de Mayo. Yo llegué después y la busqué. La encontré entre tantas otras: “Mami (Yaya)”. Era “La Yaya” porque así le decía yo, su primer nieto, cuando era poco más que un bebé. Era mi abuela, mi abuelita. La que siempre estuvo, la persona más buena para mis hermanos y yo en nuestra escala de bondad. Tuve la suerte de tenerla hasta los 45 años, y la desdicha de perderla hace poco más de un año. Ya estaba muy viejita, y yo sabía que algún día se iba a ir. Ella me lo decía pero no quería escucharlo.
El año pasado se anunciaba que el 20 de marzo se iniciaría una cuarentena. Por eso dejé todo y la fui a ver el 19, un jueves, día atípico porque iba los sábados. Siempre llegaba a la tarde y ella estaba en el comedor del piso de arriba del “hogar” (como se les dice a los geriátricos más amigables pero no menos tristes que otros). Cuando me veía, la cara se le iluminaba, como seguramente se nos iluminaba a nosotros de chicos cuando ella llegaba. Le di la merienda y después la llevé al patio, porque era una tarde soleada, muy linda. Como estaba bastante sorda, le hablaba fuerte al oído, y ese día lo hice con un barbijo que tenía escondido en el bolsillo, para que no se preocupara, porque difícilmente iba a entender lo del virus. La hice reír con alguna pavada y la paseé por todo el jardín empujando su silla de ruedas, porque desde hacía tiempo ya no caminaba.
“Quedate a cenar” me decía a veces. Y me quedaba. Pero ese día me fui al terminar el horario de visita. Le dije que me iba a ir de viaje unos días, que quizá no la vería por un par de semanas. Fue la mentira más fácil para no complicarla con lo de la pandemia.
Esa tarde, cuando subí al auto sentí la misma mezcla de sensaciones de siempre: tristeza por verla viejita y alegría por haber compartido un buen rato con ella.
Pero no pensé que esa sería la última vez.
El 9 de julio de 2020, 112 días después, trabajando a pesar del feriado patrio, llegó el mensaje que nunca pensé leer: “Falleció la abuelita”. Días atrás la habían contagiado en el hogar. Se complicó y la internaron. Se apagó sola en un sanatorio.
La que siempre estuvo para todos, murió en una cama extraña, lejos de sus afectos. Sin nadie que le agarre la mano o le diga alguna palabra.
Pero hay algo que me duele mucho más: pasó más de 100 días sin recibir visitas. Al día de hoy me sigo preguntando como una tortura… ¿Habrá pensado que la abandonamos, que su familia ya no la quería? Más de 100 días esperando que sus nietos crucen la puerta del comedor, pero cada día se hizo de noche y nadie apareció. Ella sólo esperaba eso, ver a su familia. Siempre. Sufro pensando que sintió que la abandonamos. Sufro pensando que se fue triste.
“¿Por qué no podemos verla en el patio con distancia?”, pregunté mil veces apelando a la lógica propia del virus. “No se puede” fue la respuesta inapelable y negligente. Lamento no haber violado las normas como otros.
Hoy cuando vi la piedra, por un instante sentí algo, quizá la despedida que nunca pude tener. Y digo un instante porque no quise que alguna lágrima pasara el límite de los anteojos oscuros. Algo sentí, algo hubo, algo que no sentía desde aquel soleado 19 de marzo cuando la vi por última vez. Sentí que estaba.